24 de julio de 2016

Cosas que esconde la noche


Corría el 30 de agosto de 1980 y, en unión de algo más de una docena de "quintos" zaragozanos aterricé alrededor de las 9 de la noche en la vieja estación de la calle Játiva de Valencia con el único equipaje de un petate casi vacío, bastantes temores y nulo entusiasmo. Era la primera parte de un viaje que a la madrugada siguiente acabaría en Alicante, lugar en el que nos incorporaríamos al temido servicio militar en el Campamento de Rabasa. El viaje había sido eterno: el tren, parecían haber elegido el más cutre y anticuado que podía circular por aquellos tiempos, paró en todas las estaciones y apeaderos y tardó casi once horas en cubrir el tramo que va de la capital del Ebro a la del Turia. 

Nada más bajar del vagón nos enfrentamos con una primera muestra de lo que nos esperaba; un grupo de la Policía Militar hizo que formáramos en el andén y nos puso firmes y tensos para informarnos de que a las 12 de la noche deberíamos estar allí para montar en otro tren que nos llevaría al destino final.  Mientras los altos y marciales miembros de la policía militar -en el fondo unos míseros reclutas como nosotros a los que la naturaleza les había dado más metros  que la media nacional- exhibían su poder ante unos pardillos, una mujer, por entonces me pareció bastante mayor, nos intentaba vender cadenas, candados y otros útiles para la "ocasión". La mujer, mal vestida, con cara arrugada, nariz ganchuda y aires de bruja "simpática" se nos dirigía con descaro, sin importarle un bledo la rigidez y brusquedad de quienes nos "sometían" y usaba como argumento para que adquiriéramos los utensilios que ofertaba el hecho de que en la mili íbamos a estar "a pensión completa". Esta improvisada vendedora, unido a ese primer sometimiento de naturaleza marcial, me produjo una desagradable sensación de haberme convertido en alguien inferior, de comenzar una nueva etapa de "paria", con fecha de caducidad pero larga.

Recuerdo que nos fuimos para disfrutar de una cena sencilla, lo que en el fondo iba a ser el último momento de cierto relax durante una larga temporada. Regresamos cerca de la medianoche a la estación, y mientras esperábamos el "último tren" presencié una escena que desde entonces quedó fija en mi memoria. Entre las escasas luces del andén vi llegar a una mujer cargada con unas bolsas, era de edad indefinida, andaba encorvada y vestía con ropa viejísima, sucia y rota. La recuerdo de un delgadez tremenda y caminaba arrastrando los pies, absolutamente ajena al grupo de jóvenes que allí nos reuníamos. La oscuridad del lugar, el ambiente de silencio y soledad y esa especie de aire insano de las estaciones viejas y descuidadas aumentaban la sordidez de la escena. La pobre mujer, una mera sombra de miseria y dejadez, fue desapareciendo silenciosamente hacia el fondo de la estación, como si entrara en un pozo negro y profundo. No recuerdo haber vuelto a ver nunca un espectáculo que ofreciera tanta miseria.

Cuando han pasado 36 años, sigo preguntándome cuál sería la historia de esa mujer, si a esa situación le habían llevado su errores o la maldad ajena, cuál fue su principio ... y cuál su final, de donde venía y a donde iba, ... Tal vez fue una señal dirigida a quienes como yo habían vivido tan poco, desconocían los lados oscuros y desgraciados de la noche ... y de la vida, y tenían la tentación de pensar que hacer la mili era una especie de martirio insoportable.


1 comentario:

Susana dijo...

Me he sentido como si estuviera allí. Un beso.